No Ha Hecho Nada Igual con Ningún Pueblo

HOMILÍA – SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN Celebración Arquidiocesana de la Cruzada Guadalupana 
Catedral de Santa María de la Asunción 
8 de diciembre de 2018 

Introducción 
“Non fecit taliter omni nationi.” En esta frase latina, la Iglesia ha visto a Dios obrando  las maravillas de su plan de salvación a lo largo de la historia de su pueblo. La oración viene del  Salmo 147: “No ha hecho nada igual con ningún pueblo.” 

Las Obras Maravillosas de Dios a lo Largo de la Historia de la Salvación
Originalmente, por supuesto, esto fue escrito teniendo en cuenta al antiguo pueblo de  Israel. Este es el versículo bíblico completo: “Le muestra a Jacob su pensamiento, sus normas y  designios a Israel. No ha hecho nada igual con ningún pueblo, ni le ha confiado a otros sus  proyectos” (Sal 147:20). El Salmo habla de las maravillas que el Señor ha trabajado para guiar,  proteger y cuidar a Su pueblo: sobretodo, dándoles la Ley por medio de Moisés. Esta ley, la  revelación de Su amor y verdad y Su mismo nombre, lo reveló a Moisés en la zarza ardiente en  el monte Sinaí. Esta era una ley superior, a diferencia de la de cualquier otra nación en el mundo  en ese momento. Fue la señal de la Alianza que el Señor hizo con ellos. La adhesión de la gente  a esta Ley mostraría al resto del mundo cuán sabios e inteligentes eran, y así lo señalarían a Él que dio la Ley: el Señor, el único Dios verdadero, a quien pertenecían. 

La Ley, y de hecho todas las aspiraciones de Israel, se cumplen en el Hijo de Dios,  nuestro Señor Jesucristo, nacido de la Santísima Virgen María. Y así es que la Iglesia ve en este  Salmo una aplicación especial a la Madre del Hijo de Dios, de una manera muy personal. María  llevó en su vientre todas las aspiraciones de Israel. Y así, para ser un recipiente digno a través del cual Su Hijo tomaría carne humana y nacería en este mundo, Dios, por un privilegio especial,  la mantuvo libre de pecado desde el primer momento de su existencia; ella fue honrada de  antemano con los frutos del sacrificio que su Hijo divino iba a hacer de sí mismo en la Cruz para  ganar nuestra salvación. Es lo que el Prefacio de esta Misa de la Inmaculada Concepción nos  enseña cuando, orando a Dios, el sacerdote proclama: 

… preservaste a la santísima Virgen María de toda mancha de pecado original,  para preparar en ella, enriquecida con la plenitud de tu gracia, una digna Madre  para tu Hijo y significar el nacimiento de su esposa, la Iglesia, toda hermosa y sin  mancha ni arruga. 

Esta oración señala una verdad de gran importancia: no fue solo un privilegio personal  que Dios le concedió a la Madre de Su Hijo, sino también la señal de una gracia que concediera al mundo a través del nuevo pueblo que Su Hijo adquirirá para Él: la Iglesia. María es la imagen  y el modelo de la Iglesia. Como enseña el Concilio Vaticano Segundo: 

La Iglesia, contemplando [la] profunda santidad [de la Santísima Virgen María] e  imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace  también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la  predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos  concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y es igualmente  virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, y a imitación de  la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera.1

La Iglesia, como María, es nuestra Madre y, al igual que María, busca abrazar a todos los hijos  de Dios y llevarlos a la unidad de la única familia de fe que es la Iglesia. 

María nuestra Madre: Evangelizadora y Unificadora 
Y así es que esta declaración distintiva de las maravillas de la salvación de Dios, “Non  fecit taliter omni nationi,” llegó a tener una aplicación muy particular para nuestra Señora en su  aparición en Tepeyac. De hecho, nunca antes o desde entonces, Dios ha obrado semejante  maravilla con ninguna otra nación. 

Se cuenta que en 1754 un sacerdote Jesuita de México trajo una reproducción pintada de  la imagen de la Morenita a Roma y le contó al Papa, Benedicto XIV, la historia de la aparición y  las grandes maravillas que siguieron después, lo que llevó al Papa a caer de rodillas y exclamar  esta frase en latín. La historia de esta maravilla nos es conocida: durante los primeros quince  años aproximadamente de la conquista española de México, los misioneros tuvieron muy poco  éxito en convertir a los nativos mexicanos a la fe católica, pero una vez que apareció nuestra  Señora en Tepeyac, México se convirtió a la fe católica, al punto que entre diez años se  bautizaron nueve millones de personas. Sin embargo, ¿por qué esta imagen en un pedazo de tela  simple y pobre tuvo un efecto tan notable? Es por lo que los nativos entendieron cuando vieron  esta imagen. 

Los aztecas vieron a una mujer que era una de ellos. Llevaba un manto de turquesa, un  honor reservado a los dioses aztecas y a la familia real azteca, y se la están llevando alzada, otra  señal de honor concedida a la familia gobernante del imperio azteca. Pero ella es más que una  princesa: las estrellas decoran su manto; ella es más prominente que el sol; y ella se para en la  luna creciente. Su cabeza está inclinada y sus manos están dobladas en humilde súplica – exaltada, y aunque está más allá de todas las demás adora a uno más poderoso que ella. La  Virgen lleva una banda oscura de maternidad, lo que indica que está embarazada. Su broche es  una cruz. Esta mujer ilustre pero humilde es la Madre del Hijo de Dios, “la esclava del Señor”  cuyo ser glorifica la grandeza del Señor, el único Dios vivo y verdadero. 

Pero los españoles también aceptaron la apariencia de esta mujer como la Madre del Hijo  del Dios que adoraban, porque veían en ella una imagen de la Inmaculada Concepción. Fue en  1854 que el Papa Pío IX declaró que la doctrina de la exención del pecado original de María era  parte de la fe dogmática de la Iglesia católica, pero esta era una enseñanza que los teólogos  españoles habían defendido durante siglos antes. Las imágenes bíblicas que los teólogos vieron  en apoyo de este dogma fue lo que acabamos de escuchar en nuestra primera lectura de la Misa  de hoy: la historia en el libro de Génesis de la mujer que aplasta la cabeza de la serpiente – es  decir, después de la caída de nuestros primeros padres, Dios prometió que la descendencia de  Eva aplastara al maligno para que no retuviera al pueblo de Dios. Pero también vieron su  imagen en el último libro de la Biblia, el Libro del Apocalipsis, en el pasaje que es la lectura  utilizada para la Misa de Nuestra Señora de Guadalupe: una mujer envuelta por el sol, con la  luna bajo sus pies, y con una corona de doce estrellas en la cabeza, encinta y a punto de dar a luz (Ap 12:1-2). Así es que los españoles vieron en esta imagen a la Señora que veneraban como la  Inmaculada Concepción. De hecho, el primer relato en español de los eventos en Tepeyac,  escrito en 1648, asocia explícitamente a Nuestra Señora de Guadalupe con las imágenes bíblicas  que inspiraron la iconografía de María como la Inmaculada Concepción.

Podemos, entonces, ver cómo Nuestra Señora de Guadalupe une el Viejo y el Nuevo  Mundo. Ella, que aparece ante los aztecas como una de su propia raza, la Morenita, también es  venerada por los españoles como la Inmaculada, cuyo honor España había defendido en el debate teológico y cuya belleza habían celebrado sus más grandes artistas. Ella apareció allí, en  Tepeyac, con la misión de proteger a la gente del nuevo mundo tanto de los sangrientos  sacrificios de los sacerdotes aztecas como de la sangrienta masacre de los conquistadores. Se  puso fin a este derramamiento voraz de sangre humana por la sangre derramada de su Hijo  divino, nuestro Sumo Sacerdote eterno. Por su único sacrificio perfecto en la Cruz, el Hijo de la  Señora que los indígenas vieron como propia trajo esa verdadera armonía a la creación que  habían buscado en vano en sus sacrificios humanos: con su pie apoyado en la luna creciente  aplasta la cabeza de la serpiente, venciendo así claramente la deidad principal de los aztecas, la  serpiente emplumada “Quetzalcóatl,” y reemplazando así su religión anterior con la del Hijo del  único Dios verdadero. Y para los españoles, esta Madre sirvió como un constante recordatorio  de la dignidad inherente de las personas que tanto maltrataron, dadas las palabras incómodas de  su Hijo, “Yo les aseguro que, cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos,  conmigo lo hicieron” (Mt 25:40).  

Un nuevo pueblo cristiano se forma a partir de los dos, un pueblo mestizo; una nueva  civilización cristiana nace de la unión creada por ella que es venerada como la Morenita y la  Inmaculada. ¡Qué bendito es México, porque verdaderamente Dios no ha hecho nada igual con  ningún otro pueblo! Fue el Papa Benedicto XIV el primero de proclamar, “Non fecit taliter omni  nationi”; y fue un Papa Benedicto posterior, Benedicto XVI, quien señaló antes de su elección al  trono de Pedro: 

En México, al principio, no se podía hacer absolutamente nada con respecto al trabajo misionero, hasta que ocurrió ese fenómeno en Guadalupe, y luego el Hijo  estuvo repentinamente cerca, a través de su Madre … y de repente, la religión  cristiana ya no tiene el rostro terrible del conquistador, sino el rostro amable de la  Madre.2

Nuestra Santísima Madre 
Hoy celebramos ambos, juntos. Ocho años antes de la proclamación dogmática del Papa  Pío IX, los obispos de los Estados Unidos declararon a la Inmaculada Concepción como Patrona  de nuestra nación, y en la Nochebuena de 1854, el primer Arzobispo de San Francisco, el  español Joseph Sadoc Alemany, dedicó nuestra primera Iglesia Catedral para gloria de Dios en  honor a Santa María de la Inmaculada Concepción. Ahora estamos aquí en esta magnífica  Catedral, celebrando esta solemnidad de nuestra Señora bajo su título, Inmaculada Concepción,  por la cual ella es la Patrona de los Estados Unidos, mientras la honramos bajo el título, Nuestra  Señora de Guadalupe, la Patrona de México y, algo aún más significativo, la Patrona de todas las  Américas. Ella es nuestra Madre, que nos une a todos como hijos de Dios en una familia de fe que es la Iglesia. Es su pureza – está sin ninguna mancha de pecado, es absolutamente hermosa – lo que logra esta unidad de diversos pueblos. 

En esta familia de fe, lo que cuenta no es el idioma, la raza, la nacionalidad o el estatus  legal de una persona. Todos estos son bienvenidos para aquellos que le piden a su Hijo esa  misma pureza de corazón. Todos nosotros en esta familia de fe la reclamamos como nuestra  Madre, nuestra Madre Santísima. Qué alegría, llamarla “nuestra Santísima Madre.” ¡El puro  gusto de decirlo! ¡Tanto en decirlo nos desbordamos de alegría! Una alegría aún mayor es la  realidad: ella es nuestra Santísima Madre, que está siempre con nosotros para acompañarnos,  protegernos, y mantenernos cerca de su Hijo. Ella aplasta la cabeza del maligno; para aquellos  que permanecen cerca de ella con un corazón puro, ningún mal puede dañarlos. 

Conclusión 
Ella está cerca de nosotros y viene en nuestra ayuda, como lo hizo con su prima Isabel  cuando estaba a punto de dar a luz a Juan el Bautista, destinado a ser el precursor de su Hijo. Y  así, después del final de la Misa, cantaremos el himno tan querido por todos, “Santa María del  Camino.” Así es ella: siempre está con nosotros en el camino; camina con nosotros en nuestro  viaje hacia el encuentro con su Hijo. Por eso, quedémonos cerca de ella. Unámonos con sus  hijos con pureza de corazón, deleitándonos en aclamarla a nuestra Santísima Madre. Ella nos dio  a nuestro Salvador: ¡en verdad, Dios no ha hecho nada igual con ningún otro pueblo!