Oh, pequeño pueblo de Belén, oh, ciudad salvadora de David

Homilía para la Misa de medianoche de Navidad, 2019
Catedral de Santa María 

Introducción
“¡Oh, pueblecillo de Belén, durmiendo en dulce paz! los astros brillan sobre ti con suave  claridad”. Las palabras de este querido villancico de Navidad son bien conocidas por nosotros, y  lo cantamos con cariño en esta época del año, como lo hacemos con tantos otros villancicos  apreciados. Es el relato de San Lucas sobre el nacimiento del Señor, por supuesto, el que inspiró  este villancico, la historia que escuchamos relatada en el Evangelio para esta Misa de Navidad  durante la noche. 

Belén, ciudad de David
¿Pero, por qué Belén? Sí, es un pueblo pequeño. Una vez había sido un importante, pero  para cuando nuestro Señor nació era pequeño e insignificante. Es otra señal de la manera en que  Dios trabaja en el desarrollo de Su plan para nuestra salvación eterna: siempre escogiendo lo que  es manso y humilde para lograr Sus grandes actos de salvación. Pero hay más que esto. Belén  

es la ciudad donde nació David, y el lugar donde Samuel lo ungió como rey. Y el Mesías iba a  venir de la casa, o sea, del linaje de David. Pero, ¿por qué David? 

David ciertamente tuvo sus defectos. En algunos aspectos, serios defectos. Fue un  guerrero feroz, y a veces despiadado y engañoso. Fue culpable de adulterio y asesinato,  ciertamente entre los pecados más graves. Pero también tuvo sus virtudes: fue fiel en la amistad;  fue respetuoso con su predecesor el rey Saúl, aunque Saúl tenía envidia y trataba de matarlo, y sin embargo David ni siquiera le quitó la vida a Saúl cuando tuvo la oportunidad; mostró respeto  por la vida de sus soldados; fue honesto consigo mismo y se arrepintió cuando había hecho el  mal; fue perdonador; tuvo gran reverencia por el Arca de la Alianza; fue un poeta, escribiendo  himnos en alabanza a Dios, que han llegado hasta nosotros hoy como los Salmos de David.  

Como guerrero, tomó Jerusalén y la convirtió en la capital de su pueblo, uniendo a las  doce tribus de Israel en un solo reino. Era la edad de oro de Israel: estaba en la cumbre de su  poder y prosperidad, habiendo vencido a sus enemigos bajo el liderazgo de David, con Egipto al  sur debilitado y Asiria al este todavía no elevada al poderoso lugar que más tarde ocuparía en el  antiguo Cercano Oriente. 

Pero hay algo más que diferencia a David de todos los demás reyes de Israel: su  inquebrantable fidelidad y lealtad al Señor, el Dios de Israel. El antiguo Israel siempre sintió el  tirón que lo atraía a adorar los ídolos de todos sus vecinos paganos; el pueblo se plegaba  fácilmente bajo esta presión cultural y política, dando la espalda al único Dios verdadero que se  les había revelado y había hecho una alianza con ellos. Incluso los reyes no fueron ajenos a ello.  Todos ellos vacilaron, y algunos terriblemente, hasta el punto de llevar a su pueblo a la adoración  de los ídolos con ellos. Todos ellos excepto David: él siempre adoró solamente al único y  verdadero Dios de Israel. Nunca cometió el pecado de la idolatría. 

El rey David, entonces, se ha convertido en sinónimo de pureza en la adoración. Cuando  bajo los reyes posteriores el reino se dividió y finalmente fue conquistado y destruido, los  profetas proclamaron que Dios enviaría un nuevo rey que reuniría al pueblo y restauraría su  esplendor más allá de todo lo que habían conocido. Y así escuchamos la historia del  cumplimiento de esa promesa esta noche, como el ángel lo anunció a los pastores: “hoy les ha  nacido, en la ciudad de David [es decir, en Belén], un Salvador, que es el Mesías, el Señor”.

El silencio
Es un salvador, el Dios invisible hecho visible para nosotros, Dios vuelto hacia nosotros y  que no se mantiene alejado de nosotros. Él es su nombre, Emmanuel, que significa “Dios con  nosotros”. Dios está presente para nosotros, y su misma presencia es nuestra salvación. Sin  embargo ¿cómo eso hace una verdadera diferencia en nuestras vidas? 

Dos versos más tarde en el amado villancico de Navidad cantamos: “Con celestial  serenidad, desciende nuestro don / Así concede Dios su amor a cada corazón”. La respuesta es: a  través del silencio. ¿No les recuerda eso al villancico navideño más popular y querido de todos,  Noche de Paz? Sobre la tierra se ciernen esta noche el silencio, la paz y la serenidad. Tal vez  estamos viviendo en un mundo que ha olvidado a Dios porque vivimos en un mundo que ya no  puede tolerar el silencio. Pero es el silencio lo que hace espacio para Dios, y así nos mantiene  enfocados en la adoración del único Dios verdadero, y no de los muchos ídolos contemporáneos  que compiten por nuestra lealtad. Es en el cultivo del silencio, el espíritu de oración, que  escapamos de la banalidad y la competencia feroz de este mundo, y, en las palabras del Prefacio  de esta Misa de Navidad: “para que, conociendo a Dios visiblemente, por Él seamos impulsados al amor de lo invisible”. 

Casa de pan
Es a través de esta pureza de la adoración, de la fidelidad inquebrantable al verdadero  Dios, que se nos da el don de ver con los ojos de la fe, de reconocer y comprender los misterios  que están ante nosotros. No es casualidad que Dios haya elegido Belén para ser la ciudad de  David, la ciudad de la que vendría nuestro Mesías y Salvador. No sólo porque era un pueblo  pequeño e insignificante en el momento en que nació. Ciertamente, había muchos otros pueblos  de este tipo en esa época. Pero la palabra Belén significa, literalmente, “casa de pan”. El  Salvador sigue haciéndose presente ante nosotros en el altar, bajo los signos del pan y el vino en  la santa Eucaristía. Sólo con los ojos de la fe podemos entender que esto se transforma  verdaderamente en su cuerpo, su sangre, su alma, y su divinidad, según la promesa que él nos  hizo: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Juan 6,56). 

¿Quiénes fueron los primeros en reconocer que este pequeño niño era más que un niño,  los primeros en adorar a este niño como el Dios-que-se-hizo-hombre? No las élites poderosas,  ricas o culturales, sino los que eran considerados como la escoria misma de la sociedad: unos  pastores pobres e ignorantes. Tenían los ojos de la fe, porque con la pureza de la adoración  pudieron recibir y entender el mensaje del ángel. ¿Y qué más proclamó el ángel, junto con la  “multitud del ejército celestial”? “¡Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de  buena voluntad!”. La paz. El saludo que acompaña el anuncio del nacimiento del Salvador es el  mismo saludo con el que el Salvador saludaría a sus apóstoles después de su resurrección: la paz.  Su paz viene de su presencia resucitada y glorificada entre nosotros, la paz que fluye del altar a  través de la santa Eucaristía, el sacramento de Dios vuelto hacia nosotros. 

Conclusión
Los ojos de la fe entienden algo más de la historia de la Navidad. No es una coincidencia  que el antiguo Israel alcanzara su época de oro en el orden temporal de su historia en el mismo  momento en que fueron gobernados por el rey que siempre realizó de manera rectamente  ordenada su culto al Dios que había hecho con ellos la Alianza. Deseamos tan profundamente la  paz y la prosperidad, pero sin una visión espiritual apropiada vemos esto como meramente la 

ausencia de conflicto y bienestar material, en lugar de estar en una relación correcta y armoniosa  con Dios y el prójimo, y de responder plena y fielmente a la vocación que Dios nos ha dado.  Dios está presente para nosotros, pero sólo cuando estamos presentes para Dios, adorándole a Él  y sólo a Él, cultivando el silencio en nuestro corazón a través de la oración, nuestros corazones  estarán abiertos al don del amor de Dios que quiere conceder a cada corazón. Este don es un  amor que está más allá de todo lo que este mundo tiene para ofrecer. Y así, en el amado  villancico de Navidad sobre Belén, concluimos en el versículo final con las palabras: 

Oh, santo niño de Belén, desciende a nosotros, te lo pedimos;
Echa fuera nuestro pecado, y entra, nace en nosotros hoy.
Escuchamos a los ángeles de la Navidad con grandes buenas noticias;
¡Oh, ven a nosotros, quédate con nosotros, nuestro Señor Emmanuel!