¿Qué podemos aprender sobre la Eucaristía de un niño de 6 años?

Siervo de Dios, Manuel Fodera: El guerrero de la luz

Por la Hna. María Carmen Checa, SHM

Nota del editor: Este artículo es uno de los muchos artículos de autores y santos católicos que publicará la Revista San Francisco Católico como parte del Avivamiento Eucarístico de la Iglesia Católica de los EE. UU. (es.eucharisticrevival.org) que comenzó el 19 de junio de 2022, en la fiesta del Corpus Christi, y continúa hasta Pentecostés de 2025.

Manuel es hijo de Beppe y Enza Fodera y nació el 21 de junio de 2001, en Calatafimi, una localidad de 6000 habitantes situada en Trapani, Sicilia. Francesco y Stefania ya eran adolescentes cuando llegó Manuel, su hermano recién nacido, y lo acogieron con gran afecto. Manuel recibió una educación cristiana en el seno de una familia alegre y llena de vida donde todo transcurría sin problemas hasta julio de 2005. A los 4 años, Manuel se quejó de un fuerte dolor en la pierna derecha, así como de una terrible fiebre y pérdida de apetito. Pocos días después, ingresó en el Hospital Pediátrico de Palermo. Los médicos le diagnosticaron “una infiltración masiva de un neuroblastoma de estadio IV que ha invadido la cresta ilíaca de la pelvis”. En ese momento comenzó su “Vía crucis”, que duraría cinco años. El pequeño Manuel iba a sufrir varias operaciones, 30 ciclos de quimioterapia, un trasplante, transfusiones de sangre y un dolor indescriptible. Fue el comienzo de un viaje único, doloroso, pero muy gozoso para este pequeño, que con el tiempo sintió la presencia de Jesús que le hablaba como a un amigo íntimo.

Primero se sometió a una operación para extirparle el tumor, se recuperó de ella y recibió los primeros ciclos de quimioterapia. Al principio, quería ir a la escuela y jugar con sus amigos, y lloraba porque no podía ir. Entonces, al cabo de un tiempo, ocurrió lo inexplicable: Manuel aceptó su tratamiento, volviéndose sereno y dócil.

Servant of God, Manuel Fodera

La Hermana Prisca, religiosa franciscana del hospital, fue la primera en darse cuenta de este cambio y comentó: “Era muy pequeño, sólo tenía 4 años. Antes de recibir el tratamiento, siempre venía a mí diciendo: ‘Hna. Prisca, ¡llévame a la capilla porque quiero ver a Jesús!’. Con mucha delicadeza, lo tomaba en brazos y acercaba su cabecita al sagrario. Estaba muy contento porque quería ser el amigo más querido de Jesús. Luego rezábamos juntos el santo rosario y me emocionaba al escucharlo recitar de memoria las letanías”.

A finales del verano de 2005, Manuel regresó a casa con su familia y sus seres queridos. Luego de jugar, siempre les pedía que rezaran el rosario porque “las avemarías me hacen sentir mejor”. A menudo pedía a quienes estaban cerca de él que rezaran avemarías en los momentos de dolor, porque “hacen que desaparezca”, o cuando tenía miedo, porque “me dan fuerza y paz”. Con el paso del tiempo, su relación con la Virgen se intensificó y se hizo casi palpable.

En el hospital, el capellán solía dar la Comunión a su madre. Manuel también quería recibir a Jesús. Todos decían que era demasiado pequeño porque sólo tenía 6 años. Pero debido a su persistencia, su madurez en la fe y su alarmante estado de salud recibió el permiso del obispo de Trapani.

El 13 de octubre de 2007 recibió la Primera Comunión. Sin embargo, el día tan esperado no comenzó bien. Cuando despertó, tenía unos dolores terribles en la pierna que le impedían levantarse de la cama, y temía no poder llegar a la capilla. A mediodía, contra todo pronóstico, el dolor desapareció. Así lo explicó Manuel: “Nuestra Señora me dijo: ‘Manuel no puedes recibir a Jesús cojeando’. Así que me sanó. Gracias, Virgen María de mi corazón”. La Misa de su Primera Comunión fue muy reverente y llena de amor. Más tarde escribió en una estampita: “Quiero recibir a Jesús en mi corazón para que se convierta en mi mejor amigo para siempre. Él será mi fuerza, mi alegría, mi sanación”.

Manuel dijo a sus amigos sacerdotes y religiosos: “¿Saben por qué quería comulgar tan joven? Deseaba tanto recibir la Comunión en mi corazón, porque cuando no podía recibirla, me sentía muy triste y me hacía llorar. Ese día fui feliz”. Más tarde preguntó al obispo: “Obispo, ¿podría por favor decir a sus sacerdotes que dejen al menos cinco minutos de silencio después de la Comunión, para que podamos hablar y escuchar a Jesús en nuestro corazón? Piense en la última persona que recibe la Comunión: ¡ni siquiera tiene tiempo de saludar a Jesús!”.

En otra carta, el pequeño Manuel explicaba por qué sentía que necesitaba escribir con urgencia: “Jesús está presente en la Eucaristía; se deja ver y sentir en la Sagrada Comunión. ¿No lo crees? Intenta concentrarte sin distraerte. Cierra los ojos, reza y habla, porque Jesús te escuchará y hablará a tu corazón. No abras los ojos enseguida porque esta comunicación se interrumpirá, ¡y no volverá! Aprende a estar en silencio y sucederá algo maravilloso: ¡un bálsamo de gracia!”.

Un día, después de comulgar, Manuel compartió cómo le preguntó a Jesús qué podía regalarle la Navidad siguiente, y Jesús le contestó: “Muestra siempre mi alegría a los demás. Sé un guerrero de la luz en medio de la oscuridad”.

Había varios sacerdotes cerca de Manuel. El padre Ignacio Vazzana fue el director espiritual de Manuel a partir de septiembre de 2008. Visitaba a Manuel todos los días en el hospital y en su casa. En marzo de 2009, Manuel pidió confesarse con más frecuencia. “Recuerdo con mucha emoción el gran sentimiento de pecado que tenía, tanto que se echó a llorar durante la confesión”, dijo el sacerdote.

El Padre Ignacio cuenta que, desde el primer momento, Manuel le habló de su amigo especial, Jesús. En la capilla, se sentaba en el banco o en el suelo para rezar. Si estaba en el hospital, se metía bajo las sábanas, se cubría la cabeza y permanecía en la misma posición de 10 a 20 minutos en silencio absoluto. En el momento más importante de la Comunión, conversaba con Jesús como con su mejor amigo. El Padre Ignacio explicó: “Le pregunté si había visto a Jesús cara a cara, y me contestó diciendo que sentía su voz en el corazón”.

Un día, después de comulgar, Jesús le dijo: “Manuel, tu corazón no es tuyo; es mío y vivo en ti”. Pero Manuel no terminaba de entender, así que preguntó al Padre Ignacio: “¿Qué quiere decir Jesús?”. Las únicas palabras que vinieron a la mente del sacerdote fueron las de san Pablo: “y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2:20).

Manuel dijo a sus amigos: “Jesús me dio el sufrimiento porque necesita el sufrimiento unido a Él para salvar al mundo. Jesús me llamó ‘guerrero de la luz’ para vencer el mal y las tinieblas del mundo”.

El niño vio cuál era su misión con total claridad: “Mamá, ¿de verdad hay gente que no ama a Jesús? Debemos llevarle el mayor número posible de almas”, dijo. El amor, el sacrificio y la entrega eran realidades inseparables para Manuel.

Los amigos se reunían a su alrededor en casa y en el hospital, atraídos por la alegría y la paz que irradiaba mientras su cuerpo se rendía lentamente. Muchos sacerdotes que lo visitaron lo oyeron decir: “Te quiero. Rezo por ti. Lleva a Jesús a los niños, a los que sufren, a los enfermos. Lleva a Jesús a todos los que conozcas”.

El obispo de Palermo también fue a visitar a Manuel y lo oyó decir: “Me entrego por ti y por tus sacerdotes… pero hazme un regalo: Di a tus sacerdotes que recuerden a los fieles que siempre tienen que recibir a Jesús en estado de gracia, sin pecado, y que después dediquen siempre al menos 15 minutos a dar las gracias. ¡Jesús es muy grande! Es Dios y debe ser tratado como Dios”.

Hacia el final de su vida, a principios del verano de 2010, Manuel sufría insoportables dolores de cabeza. Tras un examen, los médicos le encontraron dos masas tumorales en la cabeza, pero su madre decidió no decirle a Manuel. El Padre Ignacio recuerda: “Un día, después de comulgar, Manuel se echó a llorar y confió a su madre, y más tarde a mí, lo que Jesús le había dicho. Le preguntamos qué le pasaba, pues estaba llorando, y nos dijo que Jesús le había hecho un regalo especial y que lloraba porque estaba contento. Jesús le dio dos espinas de su corona, y se las clavó en la cabeza. Me quedé estupefacto ante sus palabras porque era humanamente inexplicable. Las dos cosas coincidían perfectamente: dos masas tumorales y dos espinas de la corona de Jesús (como regalo) en su cabeza”.

El 21 de junio de 2010, Manuel celebró su último cumpleaños y se lo dijo a sus amigos: “Jesús me dejó ver el paraíso y es un lugar maravilloso, un hermoso banquete preparado por Jesús. Jesús me dijo que moriría a los 9 años y que ahora debía sufrir un poco por Él”.

Llegaron los últimos días de su agonía. Sus niveles de hemoglobina bajaron a un mínimo histórico. Los médicos dejaron de hacerle transfusiones porque no había esperanza. Para asombro de los médicos, el corazón de este “guerrero” siguió latiendo durante cuatro días más. Su madre lo entendió inmediatamente. “Manuel, hiciste otro acuerdo con Jesús, ¿verdad?”, el niño afirmó con un gesto. Es evidente que ofreció sus últimas gotas de sangre por alguien cuyo nombre nunca se llegará a conocer.

Dio a su madre instrucciones precisas para el día de su muerte: ese día vestiría su traje de Primera Comunión y, en lugar de una almohada para su cabeza, descansaría sobre una Biblia abierta en el pasaje de Jeremías 17:14 en el que está escrito: “Sáname, Señor y quedaré sano; sálvame, y quedaré a salvo; para ti es mi alabanza”. También le dijo que no llorara y que nadie llorara, sino que se recogieran en oración para que su funeral reflejara la gran fiesta que iba a vivir en el cielo.

El 20 de julio fue su último día en la tierra. Estaba acostado en su cama con el rosario fuertemente agarrado entre las manos. La Misa se celebró en su habitación. Después de comulgar, susurró: “He terminado”.

Como observó el Obispo Pierino Fragnelli (Diócesis de Trapani), “Desde su cama, el hospital o en casa, Manuel nos enseñó la lección de confiar en la vida que nunca muere”.

Siervo de Dios, Manuel Fodera, ruega por nosotros.

Extractos del artículo reproducidos con permiso de HM Magazine.